Ayer caí en una fiebre desesperada y roñosa, una temperatura
elevada en el corazón. La bacteria del TBT, de traer cosas del pasado, atacó
sin piedad mi alma, para que reflexionara, hiciera ese ejercicio pérfido de
pensar, que tanto ha costado a varios hombres en la historia.
Del pasado me traje al presente mi vida no tan reciente, esa
de cuando era un joven recién graduado de la universidad de los jesuitas en
Venezuela. De cuando mi padre a duras penas me daba el empujón a las 6 de la
mañana en su viejo Chevrolet, porque perdía el aventón de alguna de mis
amistades. Y mientras rodábamos por la autopista Francisco Fajardo, veía
inerte, el cúmulo de ladrillos rojos cargados de pobreza.
Hacía tiempo que yo sabía que tanto olvido, tanto desprecio,
tantos deseos de que no existiera esta parte de la ciudad, del país, le iba a
terminar pasando cuenta a todos. Mi mirada nunca pudo, ni podrá, estar lejos de
los que menos tienen. Y saber que, de una u otra forma, de esa masa de
ladrillos caraqueños saldría una respuesta, era sólo cuestión de tiempo
esperarla.
Yo pensé que saldría algo mejor, creí que la pobreza
permitía la redención, y que el odio incubado en el alma de los que eran mis
iguales hacia esa gente que afeaba a la Caracas pujante, era sólo posible de este
lado.
Pero no era así, que tamaño de rencor se puede gestar en la
mente del que nada tiene, ni teme. Este odio sólo parió engendros, deformidades
que llevan en sus dobladas jorobas sacos llenos de miseria y penuria. Ideas bárbaras llenas de resentimiento.
Hoy caminan miles, millones, por las calles de Venezuela y
el mundo, cargando con la culpa de parir esas criaturas y darles rienda suelta,
como demonios en un jardín virginal.
Pero no fueron ellas, realmente la penuria fue la que nos venció. Aprendimos
a vivir bajo el agua durante más de una década. Ahogados por la demagogia y el
palabrerío atado al pasado, pero sin un futuro sólido. Pero aprender conlleva
acostumbrarse.
Nos graduamos con honores en una carrera contra nosotros
mismos, sacamos postgrados en desconfianza. En el mundo tenemos tarjeta de
presentación. ¡Ser venezolano es muy arrecho!
Tan poco conocido es el concepto de arrecho para el resto de
mundo, como lo es todo lo que pasamos. Lo que nos ha redefinido estos últimos 20 años.
De joven siempre soñaba con el momento en que podría pisar la
tierra de mis padres y mis abuelos. Sus historias me invitaban a cerrar un
círculo que se había abierto por hambre, deseos de saciar el estómago y el
alma, los hizo montarse en un barco y salir de su comodidad, para no querer volver a ella.
Yo quería decir gracias, conocer el suelo que les vio nacer
y que se nos era transmitido en cada tradición, cada canción con timple, cada
mojito con papas y gofio.
Nunca imaginé que me tocaría repetir su historia, pero con
el aderezo de tener dos nacionalidades y no poder sentirme parte por completo
de ninguna de las dos. Porque la nacionalidad no es solamente un derecho, es un
sentimiento. Y una de ellas tiene demasiados recuerdos amargos, y la otra es
aún muy ajena como para poder quererla.
¡Qué cantidad de cosas sacamos en las maletas!, la carrera y
los putos 20 kilos no permitieron que todo lo que nos definía cupiera, pero hay
espacios infinitos, lugares secretos en los que embojotamos sentimientos y
recuerdos, como cuando nos caía el aguacero de golpe en Caracas, y salíamos
corriendo a hacer una bola de ropa con lo que había en la cuerda, para que no
se mojara. Una maraña de tela que aprieta fuerte el pecho, y que tardará años
en desatarse.
Entre lo que sacamos estoy seguro que hay más de una
historia muy personal de traición. De la cual hemos aprendido el valor de ser
fieles, no con otros sino con nosotros mismos. Porque el que traiciona da asco,
no por hacerle daño al otro, sino por desvirtuar lo que es él mismo, llevarse
por el medio todo lo que expresó que quería, todo lo que le dio valor, y por
ende sentido.
Sí, traicionar a otro es un sinsentido. A la par aprendimos
a ser desconfiados, porque venimos entrenados para que nadie nos sorprenda,
esperar nada de nadie suele ser mejor, y menos doloroso.
La fiebre no me baja después de 24 horas, sigo sudando por
el calor del dolor y la tristeza de ver que el mundo se mueve a rincones más
injustos cada día. Que el sentido común y el uso de la razón pierden terreno a
tajadas por los sádicos mordiscos del populismo más salvaje y auténtico.
Ese mismo populismo que nos mordió la vida y la arrancó de
tajo hace más de una década. Que mató a unos pocos, y que permitió que sus
supervivientes tengan hoy una marca indeleble de haberle sobrevivido con
inteligencia, con audacia. Con un “No compatriota, ¿cómo cree que me iría del
país?” al Guardia Nacional en el aeropuerto, mientras los intestinos se revolvían
entre querer vomitarle todo lo que pensabas y el miedo de que te retuvieran lo
suficiente como para que tu única salida se elevara en el aire, y te condenaras
a una prisión de más de 916 mil kilómetros cuadrados, y millones de historias
depresivas.
Un segundo para suspirar, en el suspiro darle la vuelta en
fotogramas a todo lo que conociste y que nunca volverá a ser igual. Una inflexión
que sirva como un punto y aparte en tu historia personal.
La fiebre baja, pero no pasa.