miércoles, 28 de noviembre de 2018

¿Ser mejores personas?


El título del post no tiene un error, está formulado como una pregunta y no como una afirmación. Porque a veces caemos en la trampa de pensar que ya no podemos ser mejores. Que lo estamos dando todo, al 100%, y que hacemos las cosas bien.

La afirmación imperativa es una tentación en estos tiempos, ¡debemos ser mejores personas!, pero realmente para movernos hacia lograrlo es mejor partir de la pregunta ¿debemos ser mejores personas?...

Seguramente, como a mi, te pasarán infinidades de respuestas de todas esas cosas que hacemos bien, pero que podemos hacer mejor, ¡mucho mejor!

miércoles, 4 de abril de 2018

Shinrin-yoku: Baños de bosque en Barcelona




En este siglo tan complejo, hay ciudades, como Barcelona, que tienen la fortuna de estar rodeadas de costas y bosques a pocos minutos de sus centros urbanos. Esto puede ser motivo de envidia.

Las tendencias sobre calidad de vida han estado girando la mirada hacia la salud integral, que incluye al hombre y su entorno. Y en los últimos años han asumido la hipótesis de considerar a las urbes como generadoras de insatisfacciones y enfermedades. Como lo señaló la publicación del trabajo de investigación del doctor Philip Awadalla del Instituto de Investigación del Cáncer en Ontario (Canadá) en la revista Natura, que reseña La Vanguardia.

El Mindfulness, y otras filosofías orientadas hacia recuperar la salud integral del ser humano cada vez más incluyen al entorno como elemento determinante para completar los procesos de renovación y sanación.

Una de estas filosofías, la conocida Shinrin-yoku está volviendo a recuperar importancia en Europa, estos últimos meses. Aunque es una técnica que se viene utilizando desde la década de 1980.

El Shinrin-yoku tiene sus orígenes en Japón, es una filosofía que centra su actividad en el entorno, y parte de la idea de que el bosque es un espacio que conduce naturalmente a una vida más saludable.

Cuidado de confundirse, nada tiene que ver con andar besando árboles. Es más profundo que este simbólico gesto. Parte del principio de la unión de la parte (hombre) y el todo (bosque). Si una parte no está “bien” el “todo” propiciará que sane.

Pertenece a una rama de la medicina preventiva, y es una poderosa terapia alternativa contra el estrés, los trastornos emocionales, y otras dolencias principalmente con base anímica.

Literalmente Shinrin-Yoku significa baño de bosque, y es la mejor manera de liberar las toxinas del entorno de las urbes, y permitir al cuerpo (como parte) recuperar de forma natural el equilibrio con el todo, representado por la naturaleza.

Barcelona tiene numerosos parques con bosques cercanos, como: Parque Periurbano de Collcerola, Parque agrario del Bajo Llobregat, Parc de la Ciudadella, Parc del Guinardó, El Parc del Turó del Putxet, Parc de l'Oreneta, en el que se hace sencillo implementar esta práctica.

Guías para practicar Shinrin-Yoku


Para no confundirse, y terminar haciendo cualquier cosa menos Shinrin-Yoku, lo mejor es seguir una guía. Y el mundo editorial en español nos ofrece varias opciones.

La mejor recomendada, por ser la de más reciente publicación, fácil consulta, y tratarse de una guía escrita por una periodista especializada en el tema, es Shinrin-Yoku: Sumergirse en el bosque, de Annette Lavrijsen, publicada por Los Libros del Lince, y que se puede conseguir en cualquier librería de Barcelona, o por Amazon.

En ella, la autora facilita las claves para una práctica sencilla del Shinrin-Yoku en Occidente, y sus beneficios. Es un libro de fácil lectura, y un atajo perfecto para comenzar inmediatamente a incluir esta tendencia en la lista de actividades saludables que realizamos.

Casualmente la autora del libro estará visitando Barcelona estos próximos días: 4, 5 y 6 de abril, con suerte se puede aprovechar alguna actividad, firma de ejemplares o sorteo que organice la editorial que publica su libro. La cuenta en Twitter de la editorial es @LinceEdic.  



viernes, 16 de marzo de 2018

Reflexiones post febriles




Ayer caí en una fiebre desesperada y roñosa, una temperatura elevada en el corazón. La bacteria del TBT, de traer cosas del pasado, atacó sin piedad mi alma, para que reflexionara, hiciera ese ejercicio pérfido de pensar, que tanto ha costado a varios hombres en la historia.

Del pasado me traje al presente mi vida no tan reciente, esa de cuando era un joven recién graduado de la universidad de los jesuitas en Venezuela. De cuando mi padre a duras penas me daba el empujón a las 6 de la mañana en su viejo Chevrolet, porque perdía el aventón de alguna de mis amistades. Y mientras rodábamos por la autopista Francisco Fajardo, veía inerte, el cúmulo de ladrillos rojos cargados de pobreza.

Hacía tiempo que yo sabía que tanto olvido, tanto desprecio, tantos deseos de que no existiera esta parte de la ciudad, del país, le iba a terminar pasando cuenta a todos. Mi mirada nunca pudo, ni podrá, estar lejos de los que menos tienen. Y saber que, de una u otra forma, de esa masa de ladrillos caraqueños saldría una respuesta, era sólo cuestión de tiempo esperarla.

Yo pensé que saldría algo mejor, creí que la pobreza permitía la redención, y que el odio incubado en el alma de los que eran mis iguales hacia esa gente que afeaba a la Caracas pujante, era sólo posible de este lado.

Pero no era así, que tamaño de rencor se puede gestar en la mente del que nada tiene, ni teme. Este odio sólo parió engendros, deformidades que llevan en sus dobladas jorobas sacos llenos de miseria y penuria. Ideas bárbaras llenas de resentimiento.

Hoy caminan miles, millones, por las calles de Venezuela y el mundo, cargando con la culpa de parir esas criaturas y darles rienda suelta, como demonios en un jardín virginal.

Pero no fueron ellas, realmente la penuria fue la que nos venció. Aprendimos a vivir bajo el agua durante más de una década. Ahogados por la demagogia y el palabrerío atado al pasado, pero sin un futuro sólido. Pero aprender conlleva acostumbrarse.  

Nos graduamos con honores en una carrera contra nosotros mismos, sacamos postgrados en desconfianza. En el mundo tenemos tarjeta de presentación. ¡Ser venezolano es muy arrecho!

Tan poco conocido es el concepto de arrecho para el resto de mundo, como lo es todo lo que pasamos. Lo que nos ha redefinido estos últimos 20 años.
              
De joven siempre soñaba con el momento en que podría pisar la tierra de mis padres y mis abuelos. Sus historias me invitaban a cerrar un círculo que se había abierto por hambre, deseos de saciar el estómago y el alma, los hizo montarse en un barco y salir de su comodidad, para no querer volver a ella.

Yo quería decir gracias, conocer el suelo que les vio nacer y que se nos era transmitido en cada tradición, cada canción con timple, cada mojito con papas y gofio.

Nunca imaginé que me tocaría repetir su historia, pero con el aderezo de tener dos nacionalidades y no poder sentirme parte por completo de ninguna de las dos. Porque la nacionalidad no es solamente un derecho, es un sentimiento. Y una de ellas tiene demasiados recuerdos amargos, y la otra es aún muy ajena como para poder quererla.

¡Qué cantidad de cosas sacamos en las maletas!, la carrera y los putos 20 kilos no permitieron que todo lo que nos definía cupiera, pero hay espacios infinitos, lugares secretos en los que embojotamos sentimientos y recuerdos, como cuando nos caía el aguacero de golpe en Caracas, y salíamos corriendo a hacer una bola de ropa con lo que había en la cuerda, para que no se mojara. Una maraña de tela que aprieta fuerte el pecho, y que tardará años en desatarse.

Entre lo que sacamos estoy seguro que hay más de una historia muy personal de traición. De la cual hemos aprendido el valor de ser fieles, no con otros sino con nosotros mismos. Porque el que traiciona da asco, no por hacerle daño al otro, sino por desvirtuar lo que es él mismo, llevarse por el medio todo lo que expresó que quería, todo lo que le dio valor, y por ende sentido.

Sí, traicionar a otro es un sinsentido. A la par aprendimos a ser desconfiados, porque venimos entrenados para que nadie nos sorprenda, esperar nada de nadie suele ser mejor, y menos doloroso.

La fiebre no me baja después de 24 horas, sigo sudando por el calor del dolor y la tristeza de ver que el mundo se mueve a rincones más injustos cada día. Que el sentido común y el uso de la razón pierden terreno a tajadas por los sádicos mordiscos del populismo más salvaje y auténtico.

Ese mismo populismo que nos mordió la vida y la arrancó de tajo hace más de una década. Que mató a unos pocos, y que permitió que sus supervivientes tengan hoy una marca indeleble de haberle sobrevivido con inteligencia, con audacia. Con un “No compatriota, ¿cómo cree que me iría del país?” al Guardia Nacional en el aeropuerto, mientras los intestinos se revolvían entre querer vomitarle todo lo que pensabas y el miedo de que te retuvieran lo suficiente como para que tu única salida se elevara en el aire, y te condenaras a una prisión de más de 916 mil kilómetros cuadrados, y millones de historias depresivas.

Un segundo para suspirar, en el suspiro darle la vuelta en fotogramas a todo lo que conociste y que nunca volverá a ser igual. Una inflexión que sirva como un punto y aparte en tu historia personal.

La fiebre baja, pero no pasa.     

jueves, 1 de febrero de 2018

Yo quiero apostar a lo que siempre fuimos…


Foto: Shauki Expósito / Pico Bolívar 2007.

Soy un hombre de guardar, siempre me ha gustado conservar. Creo en el buen sabor de los recuerdos, y que son ellos quienes nos escoltan al final de este puente entre eternidades.

Tengo varios años viendo como una tormenta le da vueltas a todo aquello que conocía como “ser venezolano”. Y sin ánimo de juzgar lo que está bien o está mal, tengo claras intenciones de aferrarme, de nuevo, a mis recuerdos.

Hay personas que con una mirada enloquecida me responden que sólo eso podré tener, recuerdos, porque más nunca volverán esos tiempos. Yo me río, porque no saben el poder que tienen los recuerdos. Recordar es mantener algo vivo.

Yo quiero mantener vivo al buen venezolano, aquél que alguna vez tuvo la ilusión de querer un mejor país, que confió en cambiar las cosas porque merecía algo mejor. Ese que ya venía quebrado desde hace tiempo tanto moral, social y económicamente y se detuvo en 1998.

Desde allí, todo lo que viene es una suerte de desdibujo, descomposición, desconstrucción de todo lo que significaba ser venezolano.

A veces creo que cargar la bandera, cantar tanto el himno, y tatuarse los símbolos sólo han sido reflejos de mostrar lo que estábamos perdiendo, nuestra verdadera identidad.

No reconozco en el presente nada de aquellos tiempos de mis abuelos trabajadores, de mi país amable y digno, de mi gente fuerte y valiente. Divertida y con sonrisas hasta en los peores momentos. Esa gente se ha desvanecido, con todos sus sueños e ilusiones.

Yo sabía que algún día me tocaría salir de Venezuela, estaba en mi ADN querer salir a recorrer el mundo entero, hacer de otras ciudades mis segundas casas, era parte de mi sueño. Pero pensaba que siempre tendría un lugar al que podía llamar mi casa. Mi hogar verdadero, mi bella Caracas.

Pero mi ciudad de techos rojos, mi ciudad educada, pujante, eléctrica y dinámica, aquella que siempre se mostraba como la mejor de todo el continente, se volvió gris, y se degradó. Se disolvió en la tristeza.

Cada vez que pienso en esto con tristeza, me viene aquella cita histórica que versaba más o menos “Haré que todos olviden tu nombre, y la de los tuyos, y tu historia para siempre, así dejarás de existir”. Y entonces sé que mi mayor tesoro es mi recuerdo.

Caracas yo te recuerdo con amor, en la vigilia de volver a tenerte, pujante, así sea a lo lejos, pero que vuelvas a ser la Caracas que anhelo…


Entonces me atrevo, y a la frase de Gandhi “Podrán golpearme, romperme los huesos, matarme, tendrán mi cadáver, pero no mi obediencia” le agregaría, ni mis recuerdos...