Existe dos tipos de impulsos, uno que tiende a extinguirse a
sí mismo porque no conoce de otras fronteras más que las de su propio ser,
frente a otro que es capaz de ubicarse en espacios más allá de su existencia,
uno tiende a desaparecer y otro a ser eterno.
El yo inmaduro
emocional
El yo inmaduro es aquél que denomino el impulso egoísta y
egocéntrico, ese que es capaz de ser inoportuno e hiriente, porque no comprende
más que su propia realidad, sus necesidades, su visión, y lo que a él le
conviene.
Es un yo que traduce todas las cuestiones del día a día
desde una visión personal y genera actividad mental desde allí, se molesta
porque un mesero tarda mucho con su comida y no cuestiona el por qué podría
estarse tardando. Es un pensamiento incapaz de, como dicen los abuelos, “incapaz
de ponerse en los zapatos de los demás.”
El yo inmaduro no sabe de momentos, es como un niño eterno
en su peor faceta, quiere todo para sí sin pensar en las consecuencias que
podría traerle su incontrolable deseo. Se siente vacío y desprotegido cuando no
consigue lo que ansía.
El yo inmaduro no reconoce sentimientos que no le sean
propios, carece de tacto para con los demás, no entiende el duelo ni la
tristeza ajena.
Para nada el yo inmaduro está relacionado con una capacidad
estructurada del pensamiento, aunque sin duda puede afectar la forma lógica en
que se estructura la mente. Podemos encontrar personas muy inteligentes y
capaces pero emocionalmente discapacitadas.
Es este estado egocentrista el mayor productor de las
diferencias, rupturas, fracasos y guerras que podría enumerar en la humanidad.
Se cree simpático y en onda mientras encuentra en similares
un identificador común que le mueva, pero cuando se ve solo se siente
acorralado y tiende a huir, deprimirse y encerrarse.
No tiene la habilidad de reconocer que necesita enterarse de
su entorno, ni el más mínimo interés de aprender de otros, porque realmente
cree que en él están todas las respuestas, se regocija en sí mismo y sus
visiones.
Como decía Og Mandino en su Desiderata “El que se tiene por
maestro a sí mismo, tiene por docente a un tonto.”
El yo Trascendental
Es un impulso creador que conlleva el liderazgo, es capaz de
proyectarse y encontrar lugares comunes en los pensamientos ajenos, pudiendo
asumir posiciones que si bien no le benefician en nada, o tal vez hasta
pudieran perjudicarle, es capaz de priorizarlas.
Se traduce en un tipo de conciencia emocional capaz de
priorizar el bienestar para otros, y está más cercana a la capacidad de sentir
amor, compasión y otras emociones que involucran a las otras personas.
Puede valerse de ese poder para mover masas, porque es capaz
de capitalizar emociones y sensaciones, ya que su poder mental no se limita a
una frontera personal.
Su proyección eleva su radio de acción, puede sentirse
cómodo y resuelto estando solo o en presencia de otros con ideas radicalmente
diferentes a las suyas o con sus semejantes.
Su estado emocional le permite tener una visión más amplia
de las consecuencias de sus impulsos y actos, no actúa sin pensar y medir, ya
que su pensamiento está bajo sus órdenes y no al contrario.
Tiene el poder de pasar desapercibido cuando lo desea,
imponerse, y hacer profundas rupturas de estados emocionales colectivos.
Los dos yo cara a
cara
Mientras uno es pequeño, limitado y limitante, el otro
tiende a la universalidad, pudiendo incluir e incluirse.
Frente a la eterna búsqueda del hombre de su inmortalidad, pareciera
que el yo trascendental es una fuente de la misma, ya que logra mantenerse vivo
pese a la desaparición física de su productor. Mientras el otro pensamiento, más
limitado, tiende a extinguirse con las necesidades y deseos de su dueño.
Libros como Siddartha de Hermann Hesse nos muestran como sus protagonistas pueden viajar de un
estado emocional hasta otro, logrando una transformación significativa y
beneficiosa.
Sin duda mi percepción es que debemos hacer esfuerzos para
lograr esta transformación, siendo garantía de valores sublimes como la Paz, el
Amor, y el Respeto.
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